Catorce

Dernière version digital du roman jeunesse, Los Mensajes del Erial, publié en 2009 México Rodrigo Díaz Castanyeda.

22 de Junio del 2000 La Huasteca Potosina

Caminamos por la carretera guiados en parte por el sonido del agua, buscando el río, hasta que encontramos un letrero oxidado que decía. « El castillo surrealista ». Tomamos el camino de terracería que contorneaba el río, hasta que llegamos a un portal que se abría paso entre la selva a un costado de un pequeño puente que cruzaba el río.

Nunca olvidaré esa imagen. Una extraña construcción de concreto renegrido, enmohecido por el tiempo y la humedad que se levantaba por encima de la copa de los árboles de la selva.

Sus columnas se mezclaban armoniosamente con el entorno, daba la impresión que había crecido en lugar de haber sido construido, como las plantas que lo rodeaban y que se apropiaban de sus paredes. 

El castillo surrealista de Sir Edward James. Fausto se frotó los ojos.

Una de las columnas a lado del portón de entrada parecía una flor de cemento, de unos diez metros de alto y escalones que sobresalían del tallo ascendiendo en espiral. Nos dejaron largo rato en silencio.

Me quité la mochila y la puse a lado de las escalinatas frente al portón y Marion hizo lo mismo.

Nos asomamos para ver desde el portal, como la edificación o “castillo” se extendía por la ladera junto al río. Y vimos que el río que pasaba por un pequeño puente formaba también unas pozas de agua del otro lado.

Cómo aún estaba cerrado el sitio, decidimos bajar hasta la poza de agua cristalina que bajaba de la montaña.

Fausto y Marion se desvistieron y saltaron al agua. Jugaron y pocos minutos después salieron con la piel erizada. Se vistieron, tomaron sus mochilas y se internaron en el castillo por debajo del puente. Marion llamó con la mano a Teo, pero este negó cabizbajo, se sentó al borde y metió los pies.

—Vayan, al rato los alcanzo. Les dije.

Los dos subieron por un sendero que llevaba a una estructura parecida a un capullo abierto de unos cuatro metros de diámetro.

Salí de la poza un poco más repuesto. Me interné por debajo del puente y recorrí algunas construcciones río arriba. Caminar me levantó un poco el animó, pero al mismo le daba la impresión de haber entrado en un laberinto.  

Escuché a lo lejos la risa de Marion, que se mezclaba con los sonidos de la naturaleza. Pinche Fausto, mi mejor amigo se había convertido en el minotauro.

Hacía apenas tres días que habíamos dormido en pleno desierto de Catorce, y algo había cambiado en mí, No había sido solamente haber visto que Marion y Nacho se habían besado cuando desperté, sino que desde ese día tenía la sensación de estar hiper consciente, nunca había estado así de despierto en toda mi vida. Y no es que yo fuera una persona despierta, más bien todo lo contrario. Pero desde esa noche me sentía lúcido, muy lúcido.

Y caminando por los senderos de Xilitla, sentí que me introducía en mi propio pensamiento.

Por la tarde, los tres nos encontramos en lo alto de una estructura que sobresalía a los árboles, desde donde se apreciaba el valle.

Nos quedamos en aquel lugar sentados con los pies al aire, hasta que el último turista salió y detrás de él, vimos al guardia partir.

Entonces bajamos hasta la cafetería que estaba cerca de la entrada, a un costado del río y el sendero que lleva a las pozas.

El sitio no era más que una techumbre con dos paredes. En su interior unas pocas mesas y sillas de plástico. Nos preparamos algo de cenar con las provisiones que nos quedaban. Y vimos caer la noche mientras cenamos.

Pero la sensación de estar dentro de un castillo habitado en medio de la selva, con el ruido de los pájaros y el rumor permanente del río, me colocó en un modo de consciencia primaria, casi, primitiva.

Marion encendió una vela la colocó sobre la mesa. Hablamos de todo y de nada hasta que ella se levantó y se fue a buscar algo en su mochila.

Fausto y yo nos pusimos a ver la peña repleta de vegetación frente a nosotros, del otro lado del río. A veces la vegetación se iluminaba por la luz de algún vehículo que pasaba lejos por la carretera, pero que se proyectaba en aquella oscuridad creando una oleada de destellos y sombras en las que los dos amigos encontraban formas curiosas.  Como si estuviéramos frente a una pantalla, nos pusimos a encontrarle forma a las sombras. ¡Clásico!

En cambio, Marion nos dijo buscaba otra vela entre sus cosas, analizando la textura de los objetos con la yema de los dedos. Pero en cambio encontró una bolsa de yute que contenía los cactus que habíamos recogido en el desierto de Catorce tres días atrás. Solo de escuchar eso, se me erizaron los pelos.

Marion los sacó de la bolsa, eran seis botones verde olivo y se acercó hasta nosotros a tientas.

—Hay peyote de postre cariños, es posible que hora si funcione. Nos dijo con su acento francés, haciendo referencia a la noche en Catorce en dónde comimos bastantes pero que no nos hicieron ningún efecto.

Los tres masticamos hasta que el sabor amargo de la planta se volvió insoportable. Fue tan intenso, que hasta la quijada me dolía y traté de no vomitar.

Cuando no aguanté más, tomé un poco de agua de la botella.

—¿Es toda el agua que nos queda?

—Si.

—Ok, les dejo un poco.

Marion siguió buscando la vela en su mochila y Fausto y yo seguimos adivinando las imágenes en la vegetación, y vieron como las formas que mencionaban parecía sobresalir con una mayor claridad.

Entonces me comencé a sentirse más pesado, hasta el punto, que la silla en donde estaba sentado, crujió. Fausto me volteo a ver. Y yo me alcé de hombros.

Me froté el estómago, no me dolía, pero tenía la sensación de que algo me estaba tirando hacia el suelo, como si tuviera un imán en el estómago. La silla volvió a crujir.

—¿Estás bien wey?

—Si, pero siento que algo me está jalando al piso.

—¡Ja, ja! Estás bien pinche loco.

—Neta ¿Te pasa lo mismo?

—No

Por un instante recordé un episodio de mi niñez. En dónde yo de unos diez años estaba caminando por el monte con mi papá y con don Pancho mientras ellos buscaban un lugar para hacer un pozo de agua para las vacas, cerca de Chapantongo en el Valle del Mezquital, el semi desierto.

—A ver pruebe usted Don Enrique.

—Conmigo no quiere, a ver enséñele a mi hijo a ver si él puede.

Ira Ro, agarra así la vara, una mano aquí y otra aquí. Eso, que la punta de la vara quede viendo arriba y tus manos, así, eso. No vayas a dejar que se muevan. Eso, quietecitas, si ves que te empiezan a jalar, le das pa’trás.   

Eso, ahora camina, despacito, así mero, síguele.

—¡Algo está jalando la vara Don Pancho!

—¡Ja, ja! ¡A qué Rodri! Contigo si quiere la vara. A ver síguele caminando y dime en dónde te tira más. No la dejes bajar, eso, jálale, como si estuvieras pescando. Agárrale fuerte.

—¿Y qué es lo que tira de la vara? Pregunté.

—Es la sed. La vara que acabamos de cortar busca el agüita.

Aquel recuerdo no había sido como cualquier otro recuerdo, la sensación fue como si hubiera  estado ahí, de nuevo.

Me levanté de la silla con esfuerzo, me sentía muy pesado, aquello me jalaba con fuerza hacia el piso, tanto que tenía que cuidar mis movimientos para no perder la estabilidad y caer. Pensé que era el cactus que quería regresar a la tierra, y me estaba jalando.

Ese pensamiento me provocó escalofrío. Traté de tranquilizarme, pero la oscuridad reinante me hizo sentir más vulnerable.

Te va a enterrar.

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